El origen de la ermita de Irías
Allá en los altos, solitaria entre bosques y rodeada de enormes montañas, duerme su sueño centenario la célebre ermita de Irías entre los pueblos de Aja y San Pedro; una de las pocas que aún quedan en este maravilloso valle. Oculta en un hondal de evocadora poesía, allí se celebra la romería de Nuestra Señora con gran entusiasmo de todos los pueblos circundantes… Sobre la fundación de esta ermita existen aún restos de una leyenda para casi nadie conocida, pero que indudablemente están basados en alguna variante del popular romance del Conde Olinos. ¿O éste procede de la leyenda? ¿Quién sabrá la verdad?… ¡Pero qué atracción más terrible tiene para el alma el eterno problema del origen de las cosas!
Viven en estos pueblos
robles y encinas,
y arriba en las alturas
hayas y alisas…
(Antiguo cantar)
Pues, señor; no se sabe ya cuándo ni dónde, pero sin duda uno de los dos pueblos cercanos vivía, en hermoso palacio de enormes rejas y vanidosos escudos, un matrimonio más noble de pergaminos que de conciencia. Tenían una hia única muy joven y hermosa y de una extraordinaria bondad, alabada por todo el lugar.
La niña salía sola por mieses y prados y aún se sumergía en el silencioso misterio de los bosques. Pero siempre sus andanzas terminaban en la choza del pastor: era el pastor que guardaba comunalmente todos los rebaños del pueblo. Casi niño, considerado medio simple por sus vecinos, era, como la niña un alma pura; de ahí su mutua y cordial amistad.
Lentamente la choza primitiva fué adquiriendo el aspecto de cabaña, aunque muy pequeña, con los caracteres típicos de las del Valle para mejor defensa contra lobos y osos. Allí los dos amigos jugaban, cantaban y bailaban con la más alba ingenuidad al son del bígaro y del pandero y hasta del rabel, mientras los mastines ladraban por los carrascales. Y soñaban con cosas prodigiosas de más allá de los montes y de más allá de los cielos. Toda la naturaleza en cuyo seno vivían era para ellos la manifestación de un Espíritu infinito que se oculta tras ella. Descifraban el ignoto lenguaje del viento, de las aves, de los regatos y de las estrellas su imaginación poblaba las soledades con seres invisibles… Y adoraban a Dios. De un seco tronco de nogal había él tallado una tosca pero sugeridora imagen de la Virgen (quizá la que aún perdura), que inconscientemente aparecía con un rostro semejante al de ella… Nunca faltaron al icono flores de los campos y una lucecita de vela hecha con la cera de las colmenas silvestres cuya miel él encontraba en las cavernas de los riscos y en los viejos troncos, mientras el águila desde lo alto lanzaba su fiero grito imperial… Saturados del sentido optimista del verde paisaje, se sabían felices. En la caliza del monte refulgía el sol con sus rayos de oro…
Estos gérmenes de amores puros como la luz del cielo hallaron en los señores del palacio la más feroz oposición; más nada consiguieron ante la fortaleza espiritual de su hija. ¡Antes la muerte que la deshonra!, decían sus padres. Y la vida de la niña se hizo imposible… Y una noche soñó:
«Que al salir de un pozo de monstruos iba sola ascendiendo por un sendero desconocido bordeado de endrinas y zarzamoras. Llevaba una grandes alforjas que no pesaban nada. Y subía, subía hacia el sol, que la sonreía desde lo alto. Aunque parecía invierno, las flores abrían sus corolas aromáticas y el viento semejaba suave orquestal armonía. Llegó por fin a un gigantesco edificio como templo gótico que irradiaba iris de luz. Los pájaros, que la habían guiado en su viaje, lanzaron nuevas melodías, que siglos después Beethoven y Wagner habían de sublimar…
Allí con su cayado de peregrino, estaba su amigo el pastor.»
Animada por este claro simbolismo onírico, una noche huyó hacia las cumbres, hacia la cabaña solitaria, oculta en el lugar que denominaban Irías… La luna amorosa la acompañó con su romántica luz de esmeraldas.
Fueron buscados con afán por los servidores del palacio y como mera fórmula (se acata, pero no se cumple) por los vecinos de ambos pueblos. Al fin, un día aparecieron: así finó su bucólica felicidad. Ella acababa de bañarse en un arroyo próximo; ya más tarde lo dijo el cantar:
Mariposas se posaban
en sus senos nacarados
como si fueran claveles
en un jardín encantado.
Los pájaros de los cielos
la besaban en la boca
creyendo dar los sus besos
en el cáliz de una rosa.
Y en una noche tormentosa los arrastraron a los subterráneos del palacio, donde fueron muertos. Nadie se enteró por entonces del crimen: ella fué enterrada bajo el altar de la capilla tenebrosa y él bajo las gradas… En el aire flotaban como suspiros de angustia… Un rayo de luna temblaba en la tiniebla.
Y el muevo pastor así dijo a sus vecinos en luminosa mañana: «Creáislo o no creáislo, cierto es, y si no lo creyéreis, allí está el milagro: las flores que ellos dejaron en la su cabaña están más frescas que nunca… Y la vela que encendieron, arde que arde viva como una estrella…»
La excitación de los pueblos era enorme, y mayor aún cuando supieron horrorizados la trágica muerte de los inocentes enamorados y que de sus sepulcros habían surgido rápidamente dos hermosos rosales que se buscaron en la oscuridad y al abrazarse florecieron en dos rosas maravillosas, una blanca y otra roja… Pero los padres de ella las cortaron… Mas en cada tronco mutilado aparecieron una paloma blanca de nieve y tra rubia de sol, que se perdieron en los bosques; los intentos constantes de cazarlas por orden de los señores fueron inútiles…
Llegaron volando a su cabaña y el nuevo pastor vió con espanto cómo se convertían en dos santucos muy majos de madera y oyó una voz de no sabía dónde:
«¡Pastor, queremos que desde hoy esta cabaña sea ermita; el que aquí venga enfermo, será sanado, si así es la voluntad de Dios!».
Corrió el pastor con la buena nueva por pueblos y lugares y presto comenzó la romería con sus milagros. Así dice el cantar:
Si tenéis enfermedad
os sanaréis en Irías,
si con amor y bondad
allí vais de romería…
Y aconteció que cierto día los padres de la niña adolecieron gravemente y allá subieron. Pero su alma era un abismo de todos los males sin una llamita de bien… Al entrar en la ermita-no pudieron pasar de la puerta-reconocieron en los santucos las imágenes de sus víctimas y oyeron una terrible voz que les decía, como recuerda el viejo romance:
«Cuando fuimos vivos,
nos mandasteis matar.
Cuando fuimos rosales,
nos mandasteis cortar.
Y cuando fuimos palomas,
nos mandasteis cazar…
Ahora que somos santos,
¿Venís acá a vos curar?
¡Idos y no volváis más!…»
Marcharon desesperados, pero sin arrepentimiento. Al fin, fenecieron como poseídos de todos los diablos. Los malditos los llamaban por los contornos. Se hundió el palacio a su muerte y apenas quedó nada de su recuerdo… más que esta leyenda humilde por un humilde ingenio de este Valle de Soba, sacada ahora a luz de los viejos cronicones que duermen bajo el polvo de los siglos.
LEYENDAS DEL VALLE DE SOBA EN LA MONTAÑA DE SANTANDER
RECOGIDAS DE LA TRADICIÓN ORAL Y PUESTAS EN ROMANCE DE CASTILLA
POR EL LICENCIADO DON MIGUEL ÁNGEL SÁIZ ANTOMIL
Del Centro de Estudios Montañeses y de la Academia General de Ciencia,
Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba – Madrid 1951